viernes, 15 de abril de 2016

Algunas tradiciones de la Maestranza. Juan Manuel Albendea


En esos silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!,  que deberían estar atentas para anunciar urbi et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe.

Cuando esta tarde se abra la puerta de cuadrillas para iniciar el paseíllo, muchas serán las emociones que le embarguen al aficionado. En Sevilla hace más de seis meses que no nos llevamos una verónica a la pupila. Podíamos preguntarnos con Rafael El Gallo, cuando se enteró que en Inglaterra no había toros: “ ¿Y qué puñeta hacen los ingleses los domingos por la tarde?”.  Los toros empiezan dos meses después que en otras plazas. Se pierde en la noche de los tiempos el inicio de la temporada el Domingo de Resurrección. La razón estribaba en que la autoridad eclesiástica no otorgaba el nihil obstat para que se corrieran toros en Cuaresma. Hoy el señor arzobispo no se mete en esos berenjenales. Además me consta que es buen aficionado, aunque sea de delantera de televisión. Pero la tradición es la tradición, y el que quiera ver toros antes del domingo de Pascua que coja el AVE.
Casi tan antigua como la prescripción eclesiástica es la tradición de que Curro encabece el cartel inaugural. Más de ocho lustros hace que lo encabeza. El que suscribe, que desde luego no ha nacido para arúspice, al enjuiciar la segunda corrida de la feria de 1984 escribía en el Correo de Andalucía, dirigido entonces por José María Javierre: “¡Y ojalá me equivoque!, pero pienso que el camino iniciado es irreversible. Curro se ha acabado definitivamente, y ha pasado a la historia del toreo”. A las cuarenta y ocho horas, en la crónica de la cuarta corrida hube de comerme aquella premonición y escribir: “Pues sí señores se han cumplido mis deseos y me he equivocado, y me complace reconocerlo. Curro no ha pasado a la historia, sino que ayer, en la Maestranza ha seguido haciendo historia, y ha escrito una página brillantísima de su dilatada carrera profesional”. De eso hace dieciseis años, y Curro sigue tan incombustible para las dos caras de la moneda. Por cierto, que cuando algunos aficionados se quejan de que Curro tiene demasiadas corridas en el abono, hemos de recordarles que en la tradición sevillana no es una exageración. El compromiso de Pepe Illo con la Maestranza fue torear las 24 corridas que tenía previsto celebrar en 1793.
Hay otra tradición secular que se rompió en 1915: la no concesión de orejas.
A petición de los revisteros sevillanos se había incluso incorporado al Reglamento de la Plaza el precepto de “no conceder orejas jamás”. La culpa dicen que fue del concejal don Antonio Filpo que presidía la corrida, pero realmente fue de Joselito El Gallo quien hizo tal faena al toro Cantinero de Santa Coloma, que si el edil no saca el pañuelo blanco hubiera habido un serio conflicto de orden público. No propugno que se restablezca esa tradición, pero sí que los presidentes de la temporada que hoy comienza sean celosos guardianes del prestigio de la plaza.
¿Y qué decir de la tradición de los silencios? Pues que también participan de las dos caras de la moneda. Los silencios han sido ponderados, denigrados, manoseados. ¿Cómo no vamos a elogiar el hábito del aficionado de reservar su opinión para sí o para el compañero de localidad con un gesto o un susurro que pueden ser tan expresivos como el mejor tratado de Tauromaquia?. ¿Y como desaprovechar la ocasión de oír el chasquido de las banderillas o el castañeteo del caballo del picador transido de miedo? En esos silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!,  que deberían estar atentas para anunciar urbi et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe. Pero hay otros silencios que hay que desterrar. No se puede confundir la bonhomía del público sevillano con su silencio de complicidad con el toro sin trapío, que algunos dicen que es el toro de Sevilla y, si no es toro, no es ni de Sevilla ni de Navalcarnero. Ni el silencio con el toro mocho, con los puyazos en cualquier parte, con la lidia como una capea, con el toreo fuera de cacho. Esas disfunciones, por decirlo benévolamente, merecen la repulsa popular, y en la plaza no hay otro modo de expresarlo que vocalmente. Para eso no debe haber silencio. Ni siquiera el del desprecio.
Pero la mejor tradición de la Maestranza este domingo es la luz. El albero es una auténtica alfombra de oro. El almagre de la barrera tan fuerte altera la pupila, que se compensa con el sosiego que le impone la albura del mármol de la columnata neoclásica. No cabe duda que cuando la luz tiene ese protagonismo la que manda es la primavera. Y en primavera, antes de sentarme en el tendido, solo me resta, un año más, creo que van para veinte, cumplir con mi tradición y pedir infructuosamente para la Maestranza el premio Europa Nostra a la conservación de monumentos. ¡Que Dios reparta suerte!

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