viernes, 10 de junio de 2016

Era una mañana de Sevilla. Joaquín Romero Murube


Era una mañana de Sevilla, Alegría de Dios entre los hombres, gloria de frutos en la tierra, campos llenos de espigas y parrales, lumbre azul en los altos cielos del estío, ¡alegría de Dios entre los hombres!

Los buenos sevillanos hemos de recordar siempre nostálgicamente aquella bella mañana del “Corpus”, en la que nuestra ciudad ofrecía la alfombra perfumada de sus calles para el paso de Dios. Desde hora temprana, la Giralda fundía la altura azul en una onda densa de músicas y campanas. Y por las calles, por plazas cercanas a la Catedral, el hormiguero humano subía, bajaba, corría por entre las flores, las sillas, la tropa, los cortejos parroquiales  que acudían a la Iglesia Mayor para engrosar la magna procesión divina. Y el sol: un sol tempranero, cristalino, batido por una brisa fina, brisa campera que tiene filos de espigas y lagunas de amapolas. en la procesión salía, señera, la cruz  de flores de los asilados, cruz de un mayo de geranios blancos, rosas y granates. Y detrás, los niños, marineritos tristes, acongojados por la majestad del cortejo.

Toda Sevilla es la fiesta de Dios: sus santos dilectos; aquí Fernando, con el mundo y la espada, manto de armiño, y precedido de su brillante corte militar; aquí Justa y Rufina, mocitas buenas de Sevilla que, en su virtud, pueden levantar esta Giralda de Gracia, con campanillas y esquilas como zarcillos de vírgenes, tintineantes; Isidoro y Leandro con inseguras mitras en la plata gótica de sus esculturas; La Pastora en su monte idílico de esquilas y rebaños; el Niño de Dios, la Custodia chica, y detrás–vino,sangre,pan–, Dios en su trono de gloria sobre la custodia grande.

Las calles de Sevilla sabían recibir la visita de Dios: adamascadas telas en los balcones, luminarias en la noche, romero, juncia, y almoraduj por las calles del tránsito. Los seises bailaban ante el Señor, junto al altar de plata en la Plaza de San Francisco: era la ofrenda más pura y genuina de la ciudad. Seis niños de Sevilla glorificaban a Dios en una danza de gracia, llena de ternura y palillos. El incienso formaba cortina de encajes bajo toldos que libraban del Sol. A veces, un rayo de lumbre atravesaba la trémula penumbra e incendiaba en reflejos los brocados de las casullas.

La procesión seguía. La Majestad lo llenaba todo. Se fundía el oro de la mañana la sensación viva de Dios ante nosotros. El pueblo caía arrodillado y sobre el silencio de la muchedumbre prosternada se percibía claramente el crepitar de la cera en la custodia, la oración inextinguible del Prelado, y ese misterioso curso de algo divino que pasaba, de algo que había estado allí ante nosotros, que se iba, sensible aunque sin volumen, dejándonos estremecidos, fríos, como se va una oración de entre los labios.

Era una mañana de Sevilla, Alegría de Dios entre los hombres, gloria de frutos en la tierra, campos llenos de espigas y parrales, lumbre azul en los altos cielos del estío, ¡alegría de Dios entre los hombres!. Todos nos sentíamos ungidos por la presencia divina, y ya tarde, cuando Dios había recorrido las calles de la ciudad, aun sentíamos sobre nuestro corazón la emoción intensa de esta clara mañana, llena de un temblor de campanas y oraciones. ¡Era Dios en la ciudad!

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